La obsesión de querer hacerlo todo bien – Walter Riso

De todos los derechos personales, el más importante es el derecho a cometer errores. Se necesita mucha valentía para asumir dignamente la equivocación, sin excusas, de cara y con la tranquilidad del que ha obrado conforme a su consciencia. Hegel dijo, “Ten el valor de equivocarte”, lo cual no significa, “equivocarte mucho”. La idea de aceptar la posibilidad de fallar no es exaltar el descuido, sino eliminar el temor irracional y la exigencia asfixiante de que las cosas deben aproximarse a la perfección, es decir, a una super excelencia difícil de alcanzar.

Los fanáticos de la corrección actúan como si el pulimiento fuera la salvación: “Debe haber una respuesta correcta para cada cosa, y si no se logra, sobreviene la catástrofe”. Lo singular es que, en la mayoría de los casos, el perfeccionismo extremo lleva a incrementar el número de errores. Cuanto mayor sea la necesidad de obtener el resultado ideal, más ansiedad y miedo al fracaso. Y tal como lo ha demostrado la psicología del aprendizaje, el temor y la tensión entorpecen el rendimiento a cualquier nivel: la memoria se lentifica, la toma de decisiones se entorpece y las estrategias de resolución de problemas pierden eficiencia. Todo el software (mente), se altera por la interferencia de la adrenalina y la probabilidad de cometer errores se incrementa significativamente. Víctima de su propio invento.

Recuerdo un joven que fracasaba en los exámenes porque quería estar seguro de que todas las respuestas fueran correctas. El problema era que la revisión se volvía obsesiva y perdía demasiado tiempo. O era el último en entregar la tarea o ésta quedaba incompleta. La búsqueda de la certeza total y el “no error”, lo volvía especialmente lento e ineficiente. Logró sacudirse del problema cuando asumió una posición más relajada frente a su perfeccionismo. No implicaba dejar de estudiar, sino aceptar la equivocación como parte natural de su desempeño. Más aún, se le dijo que debía equivocarse para mejorar. Paradójico, pero funcionó. Su pensamiento se reestructuró así:“Estudié lo suficiente. Fuí responsable. Si me va mal, me importa un rábano…Mi vida no depende de un ridículo examen…Da lo mismo un tres que un cinco…No voy a ser tan cuidadoso”. Al liberar la mente del peso de eficacia, su ansiedad bajó y su ejecución mejoró sustancialmente.

Para un individuo con altos estándares de adecuación, la vida se parece bastante a una oficina de control de calidad. Si los acontecimientos se salen del cauce previsto, se dispara el estrés, la incomodidad y hasta la agresión. Una fila de camisas mal alineadas, una foto mal colocada, una silla corrida, un vaso fuera de su sitio, una manchita insignificante, una llegada tarde, un gesto inadecuado o una cambio de planes, alborota el avispero. Caos, angustia, desajuste, regaños, quejas y señalamientos de todo tipo.“¡La vida no fué por donde yo quería que fuera!”. Pataleta y berrinche. La quisquillosidad es una enfermedad tan grave como la peor.

Los perfeccionistas no han comprendido que la realidad objetiva es una curva de probabilidades, y no una medición dicotómica (vg. todo o nada, bueno o malo, blanco o negro). Por ver los extremos no procesan los matices. Por ver el árbol, no ven el bosque. No estoy diciendo que se deba ser descuidado; en el conocimiento técnico, la exactitud es necesaria. Nadie duda que un físico nuclear o un cirujano plástico deban ser precisos y minuciosos a la hora de actuar. Lo que se señala es que en lo psicológico, en el estilo de vida, la rigurosidad exagerada y el escrúpulo compulsivo, no son recomendables para una convivencia tranquila y pacífica.

No necesitas andar con un metro a cuestas midiendolo todo, recogiendo pistas y buscando el detalle que faltaba. La actitud cositera es desgastante, cansona y patológica, porque las cosas no siempre encajan. Por más que intentemos romper las tablas del azar, la infalibilidad es un invento de mal gusto. En cada uno de nosotros existe una clase de “desorden constructivo” y una tendencia universal a meter la pata, que nos hace deliciosamente humanos y afortunadamente imperfectos.