Cada vez que me acerco al tema del amor universal salgo mal librado. Hay algo que no me cuadra. No sé si es la influencia del delicioso desorden americano en el que me crié, o cierto realismo afectivo que me ha acompañado en las lides amorosas, pero la idea de un sentimiento indiscriminado e impersonal que trasciende fronteras y se apodera de las parejas, me parece una mala importación oriental. Una traslación demasiado mecánica y ajena a lo que somos: latinos alborotados, coléricos hasta la médula, intensos y febriles.

Krishnamurti decía que es más fácil querer a Dios que a un ser humano. Parecería que sí. Con Dios vivimos, pero no convivimos. La persona que queremos tiene nombre y apellido, orejas y nariz, seguro social y cédula de ciudadanía, además come, duerme, protesta, habla, demanda, abraza, llora, en fin, no es cuerpo glorioso: está viva. Los vínculos afectivos que establecemos con otros humanos, siempre están personalizados. No queremos a los “juanes” o a las “juanas” desconocidos del universo conocido, sino a ese Juan y a esa Juana en especial. No hay dos “juanes” o dos “juanas” iguales.

Nos enamoramos de lo idiosincrático, de la existencia particularizada de ese ser único, no clonable e irreproducible. Me enamoro de una singularidad, no de un montón de átomos. Si el contacto entre dos individuos que se aman es a nivel cuántico, estelar o intergaláctico, me importa un rábano; para mí, la fusión afectiva no es nuclear, sino de piel, de “esa” con “esta” piel.

El amor cotidiano es de ida y vuelta. Cierta vez escuche a un consejero decirle a una joven, casada con un sujeto alcohólico que la golpeaba física y psicológicamente, que la solución era brindar “amor impersonal” al maltratante. Una y otra vez, con cierto aire de orgullo mesiánico, esgrimía su inexorable consigna: “Dele amor impersonal y eso hará que él cambie”. Obviamente, al mes de aplicar la estrategia, el marido casi acaba con ella y tuvo que recurrir a una comisaría de familia.

Por estos lados del planeta, el amor de pareja requiere reciprocidad. ¿Qué tiene de malo exigir equilibrioo en una relación? No digo que tenga ser milimétrico. Si doy diez, me conformo con un ocho. Incluso si el amor que siento es arrollador, un siete estaría bien; pero con menos, el examen se pierde. Si doy diez y me dan cuatro, me siento mal. No me gusta. Simplemente, como en la propaganda, estoy en el lugar equivocado. Y esto no es egolatría, sino defensa de los derechos humanos afectivos. La idea de que todo merecimiento es cuestión de ego ha hecho que muchas personas se resignen al aislamiento afectivo. El merecimiento también es cuestión de dignidad. No importa qué digan los tibetanos más avanzados: te merece quien te respeta. No solo debo hacerme merecedor, sino sentir que me merecen.

En el amor universal, no hay buzón de quejas, porque no hay con quién ni con qué. La mayoría de los trascendidos, por no decir todos, son solteros, castos, no trabajan en ninguna empresa y casi siempre son beneficiarios de algún mecenas. A más de un maestro espiritual se le apagaría el bombillo de la iluminación si tuviera que criar hijos y tapar sobregiros.

Los lazos afectivos siempre pueden mejorar y perfeccionarse, no cabe duda, pero partiendo de lo que realmente somos, del amor habitual, contaminado y terráqueo que vivimos en el día a día. Las ilusiones afectivas son psicológicamente peligrosas. Achicar el anhelado superamor cósmico y meterlo a presión en las relaciones de carne y hueso, es ingenuo, además de dañino.

Quizás podamos alcanzar algún día ese sentimiento total y holístico del que tanto nos hablan, pero mientras tanto, las personas comunes y corrientes, dentro de las que me incluyo, tenemos que entender, tal como decía Rilke, que el amor florece cuando dos narcisismos mutuamente se cuidan, se alimentan, se protegen y se reverencian.